martes, 2 de abril de 2013

TERENCI MOIX. "LA ATLÁNTIDA DEL REY MINOS" (y II)

Fotografía: Txema Salvans

Segunda y última parte de las notas de viaje del escritor Terenci Moix (1942-2003), que bajo el título de "La Atlántida del rey Minos" se publicaron en el desaparecido suplemento "La Revista" en septiembre de 1996

Contra los terribles mensajes de la leyenda, el arte nos ha aportado la dosis de serenidad necesaria y, así, el recuerdo de las pinturas entrañables nos hace viajar hasta su origen. En una llanura de Creta llamada Cnossos buscamos al delicado Príncipe de los Lirios, a los sonrientes delfines, a los esbeltos efebos que saltaban sobre el toro sagrado ataviados con un escueto taparrabos; buscamos, sí, a aquellas damiselas con faldas de volantes y senos al aire que parecieron modernísimas a la fulgurante imaginación de su descubridor, sir Arthur Evans. (a una de estas señoritas, la más famosa, el sabio le puso de apodo "La Parisina").

Poco importa que el turismo también haya convertido la costa cretense en una atroz imitación de Benidorm o Torremolinos que ya es decir, pues todavía las montañas de Creta conservan su inexpugnable fiereza; todavía son de difícil acceso algunos pueblos adosados a las costillas del monte Ida; todavía hay un Zorba agazapado en alguna taberna portuaria, y, en fin, en el museo de Heraklion, la sublime cerámica del mar todavía permite percibir la originalidad única de una cultura.


La isla de Creta es la quinta del Mediterráneo por su tamaño, pero su importancia estratégica la convierte acaso en la primera desde un punto de vista histórico. Si esto fue evidente a todas las fuerzas extranjeras que la ocuparon a lo largo de los siglos, en el nuestro ya es indiscutible gracias a la arqueología que, a partir de Evans, convirtió la civilización minoica en la máxima atracción de una tierra que es atracción permanente en sí misma. Las repercusiones que la cultura minoica llegaría a tener en la historia del mundo egeo, su papel de intermediario entre aquellas civilizaciones embrionarias y las más desarrolladas del Próximo Oriente constituyen todavía hoy un apasionante pozo sin fondo. Las excavaciones de las dos últimas décadas continúan revelando un sinfín de sugerencias apasionantes. La primera de ellas es de tipo filosófico. Nos recuerda lo poco que el hombre sabe de su paso por el mundo. El destino de la especie parece ser el de una accidentada cabalgata hacia el olvido. Por culpa de la destrucción del tiempo nada queda ya de nuestro origen. ¿Qué decir, pues, de nuestro final?

La capacidad de Creta para la correspondencia entre culturas sigue sintiéndola el viajero actual en la situación misma de la isla, que revela la gran influencia ejercida por tres mares básicos: el Egeo, con el mundo prehelénico y el mundo asiático comunicantes (en el arte griego arcaico Creta fue decisiva para la importación del llamado estilo orientalizante); el Mediterráneo, como extensión de influencias y puerta de Europa; y el Líbico, que baña las costas del sur de Creta y fue puerta también decisiva para los contactos entre la civilización minoica y el Egipto de Nuevo Imperio. Ya caída aquella civilización, la circunstancia geográfica determinaría la elección de Creta por conquistadores tan cruciales en la historia del Mediterráneo como los aqueos, los dorios, los romanos, los árabes, los bizantinos, los francos y los venecianos. No hablemos ya de los turcos, cuya dominación sobre la isla se ejerció con tanto empeño como crueldad. Y el pleito sigue vivo, porque hablarle a un cretense de un turco es mentarle a la madre (una madre mala, por añadidura).

Se entenderá que la mezcolanza de civilizaciones e influencias convierten a Creta en un puzzle apasionante. Murallas y fortines venecianos y francos coexisten con ruinas helénicas, y éstas con quioscos turcos o importantes localidades romanas (como Gortyna) para concluir con el influjo bizantino, presente en los más alejados monasterios de la isla. Lo dicho: sabemos tan poco que sobreviene el vértigo.


Fotografía: Txema Salvans

Y es que, a pesar de las reconstrucciones de Evans muy discutidas, por otro lado, los famosos palacios minoicos están entre los conjuntos arqueológicos más difíciles de desentrañar para personas no entrenadas en los rompecabezas (un juego que, lo confieso, siempre me sacó de quicio). La superposición de pisos, terrazas, pasillos, patios subalternos, conductos de agua, almacenes y cisternas constituyen un galimatías formidable, que explica perfectamente el mito del Laberinto aun sin necesidad de creer a pies juntillas que tuviese que encerrar forzosamente al célebre Minotauro, como quiso la leyenda ática.

Una cosa parece cierta: si el laberinto existió obra o no del mítico Dédalo, tuvo que ser en este palacio. Aquí la expresión laberíntica encuentra su definición más justa, lo cual no ocurre, por ejemplo, en el airoso palacio de Haghía Triada, que se atribuye a un príncipe local de importancia inferior. En cuanto al Minotauro, también la ciencia se ha encargado de poner en crisis el aspecto terrible de su mito. Se dice que sus cuernos constituyen, con la doble hacha, el símbolo de la realeza de Creta. Ya es difícil creer que, además de esta utilización y alguna otra de tipo religioso, el Minotauro exigiese el tributo de doncellas y donceles que quiere la leyenda de Teseo. Pero sin duda el poder de la talasocracia cretense tuvo que ser inmenso para que las generaciones posteriores echasen en su cuenta un mito tan terrible. Sin embargo, como versión poética de un poder comercial no deja de ser espléndida y muy astuta.

Las ruinas de Creta han sacado a la luz costumbres de un mundo que no tiene nada de terrible: diríase un lost paradise, una Arcadia sumamente vulnerable en la que parece triunfar el hedonismo más elemental, un sentido lúdico de la existencia realmente asombroso. Tanto como para permitir que sus palacios carecieran de murallas defensivas.

En las ruinas de los palacios cretenses nos dejamos arrastrar por la impresión de que los hijos del fabuloso Minos fueron muy indulgentes para con su paso por la vida. No parece que le exigiesen mayores complicaciones que las de un color bien combinado en los frescos del megaron de la reina o la justa correspondencia de los signos que adornan su cerámica, cuyas maravillas no me importa ponderar de nuevo; como no me importa regresar con la mente a Santorini y enfrentarme al cortejo de sus fantasmas. Siempre serán más respetables que el agobiante desfile de alemanes, franceses, italianos y nipones ataviados con colorines estrepitosos, para confirmar la alarmante tendencia al kitsch que caracteriza a los nuevos conquistadores. Verles deambular con expresión pasmada equivale a imaginar al gallardo Príncipe de los Lirios ataviado con las bermudas de Jordi Pujol. Asistir a sus borracheras nocturnas en lo que fue el tranquilo puerto de Aghios Nikolaos es como descubrir a Bill Clinton vestido de fallera valenciana.

Los nuevos conquistadores, en efecto. Los nuevos minoicos del verano más kitsch. El rebaño. Los grupos. Los que han convertido las prestigiosas piedras del pasado en un vulgar souvenir de plástico. Los que acabarán con Creta y Santorini como han acabado con tantos lugares. ¡Qué enojosos, qué molestos resultan, es ese viaje que quiso ser ideal!



Terenci Moix
("La Revista", septiembre 1996)