lunes, 1 de abril de 2013

TERENCI MOIX. "LA ATLÁNTIDA DEL REY MINOS" (I)


Recupero de mi vieja carpeta de recortes de prensa estas notas de viaje del escritor Terenci Moix (1942-2003), publicadas en el desaparecido suplemento "La Revista" en septiembre de 1996

La llegada en barco a la isla de Santorini (o Thera) es una experiencia excepcional cuyos efectos pueden ampliarse escuchando los "fuegos de Creta" en la voz de Markopoulos. Hay razones para creernos bucólicos, pero la impresión dura poco. Al abordar las costas de la isla, el mar, hasta ahora irreprochable, sufre una transformación radical. Asistimos a un retroceso de siglos, a la negación absoluta de cuantos tópicos se han escrito sobre el Egeo. Navegamos por un fantástico archipiélago de lava, escoria volcánica, restos sulfúricos que flotan entre riscos de una verticalidad pavorosa. El abismo submarino  parece una prolongación de los abismos de cada acantilado, que diríanse escindidos brutalmente de la tierra engullida por el mar.

Llamada Strongyle (la redonda) en las leyendas más antiguas del mundo griego, la forma actual de Thera responde exactamente a aquel calificativo. Un enorme anillo de tierra es lo que queda de una tremenda explosión volcánica acaecida en el segundo milenio antes de Cristo. Nos hemos internado en un cráter pavoroso. Lo que en el segundo milenio era una isla única, es actualmente ese anillo formado por la Thera propiamente dicha y las tierras de Therasia y Aspronisia, que debieron ser un litoral único. Y en el centro del anillo ocupado ahora por el mar, las tres islas Kaïmeni, que significa (muy propiamente) las islas quemadas.

Todo ello con aspectos inquietantes a un escenario que, en los últimos años, se vende como auténtico paraíso para el turismo de masas. ¡Cómo! ¿En esta isla que invade nuestro espíritu con ecos de una maldición ancestral?

En mis distintas estancias en Creta desde 1973, he ido asistiendo progresivamente a la degradación que afecta también a Santorini. Es un peligro que se veía venir y que en cierto modo era inevitable para la supervivencia económica de estos lugares. Conforme: la supervivencia primero; la estética, después. Aun así, el viajero de gusto no dejará de lamentar que el genio del Egeo se haya visto reconvertido en espectáculo de charanga y pandereta, para uso y abuso de los adictos al vídeo doméstico. En este ambiente donde incluso la arquitectura cicládica ha ido adquiriendo el tono relamido de una tarjeta postal, donde el prolongado viaje de Odiseo ha sido sustituido por la prisa del vuelo chárter, la llegada en barco mantiene una categoría a la que es necesario recurrir. Y tanto Creta como Santorini poseen arcanos que permiten evadirse de la vulgaridad del siglo. Claro que esta evasión no hay que buscarla en plena temporada estival, flagelo de espíritus fatigados. El misterio de Thera -y la angustia que este misterio inspira- hay que buscarlo en invierno, cuando la isla parece dejada a merced de sus fantasmas. Es tierra para magos, no para domingueros. Es agua de brujas y gorgonas, no jacuzzi para que se remoje las siliconas una Ana Obregón cualquiera. Es, en resumen, un secreto que no tolera serlo a voces.



La exhibición el el Museo Arqueológico de Atenas de los frescos y objetos procedentes de las excavaciones de Thera iluminan sobre aspectos contradictorios de la gente que habitó estos acantilados. Son restos que apasionan e inquietan a la vez. De un lado, iluminan sobre las relaciones entre esta isla y la civilización minoica que se desarrolló en Creta; del otro, nos recuerdan las provocativas tesis que pretenden encontrar en la explosión de Thera la afirmación del mito de la Atlántida, y su radicación geográfica definitiva. Esto último, por audaz que pueda parecer, se hizo hipótesis fascinante en el opúsculo del profesor Marinatos: "Some words about the legend of Atlantis". A él se deben los descubirmientos efectuados en Thera y los principales estudios sobre el estado de la isla en la Edad del Bronce. Una época que se revela particularmente próspera.

Contra la teoría generalmente aceptada de que la primera fase de la civilización minoica fue destruida por la invasión de los aqueos, Marinatos aportaba, en 1932, la evidencia de que la causa estuvo en Thera, y que la isla había sido destruida por dos explosiones sucesivas, de una potencia superior a cualquiera que hubiese conocido el mundo mediterráneo. (Marinatos escribió: "Se estima que las olas alcanzaron una altura de 250 metros en la isla de Anafi, a unos 30 kilómetros al este de Thera. En Jaffa (Tel Aviv), a 900 kilómetros de distancia, se encontraron cenizas volcánicas en capas de 5 metros sobre el nivel del mar".

La comprobación de aquella catástrofe sin precedentes explicaría numerosas leyendas que, en siglos sucesivos, irían configurando el panteón mítico de los pueblos del Egeo, desde las legendarias tres noches de Hércules (según Marinatos, equivalente idealizado de los cuatro días de oscuridad provocados por la explosión) hasta el mito platónico de la Atlántida. La versión más divulgada de este mito es la que Platón recoge de los labios de Solón, quien a su vez la habría oído contar a un sacerdote egipcio. El fenómeno de la transmisión oral en el munda antiguo es muy importante: el dramatismo de un suceso, su urgencia de un momento, acaba convirtiéndose en una leçon reçue. En las mitologías populares es frecuente la introducción en determinados ciclos de materiales procedentes de otras fuentes y, como ocurre en este caso, de otro milenio. Asimismo se han encontrado en un único personaje hechos ejecutados por otros que no llegaron a provocar el impacto popular de aquél. Según Marinatos, el impacto de la destrucción de Thera en el segundo milenio llegaría a mitad del primero transfigurado por medio de la memoria colectiva.

Localizar el origen exacto del mito de la Atlántida partiendo de las más atractivas pretensiones de Marinatos excedería los límites de estas notas de viaje, sino mis propias capacidades; pero en sus implicaciones, la leyenda y los estudios sobre la misma nunca han dejado de fascinarme como escritor; máxime cuando la contemplación de sus restos me deparan una visión de la Atlántida más cotidiana, más extrañable que la que suelen ofrecer los exploradores de la fábula.

Fotografía: Txema Salvans

Debo, así, volver a los frescos del periodo minoico de Thera. La voluntad realista de sus artífices nos dejó el testimonio de un mundo vegetal y mineral que adopta formas extremadamente fantasiosas, pero que no son sino el testimonio de la naturaleza volcánica de la isla. Así, en el Fresco de la Primavera, que llegará a hacerse famoso a medida que ese arte sea más conocido, aparecen rocas de hace cuatro mil años pero que todavía hoy pueden ser encontradas en islas de suelo volcánico, como Stromboli y Lípari. Asimismo, aparecen combinaciones floreales, en ramos de tres, que remiten al triple papiro del Bajo Egipto o a las triple lilas del arte minoico. Y, siguiendo la influencia de ambas formas expresivas, se recurre a la fórmula conocida como hibridismo; es decir, la combinación de las características de varias plantas o flores en una sola.  

Es difícil entregarse a este tipo de fantasías cuando el viajero se halla inmerso en el falso colorido exigido por el turismo de masas, pero lo es más todavía cuando las meditaciones se efectúan en un terreno tan propenso a la destrucción. Ésta vuelve a estar presente cuando algún habitante de Santorini nos habla de catástrofes más recientes (erupciones volcánicas en 1925, 1926 y 1928, y terremotos importantes en 1956). Constantemente, la Historia sigue otorgando a Thera cartas de isla maldita.

Colocados en lo más alto de los acantilados, los pueblos de la isla revelan una imagen de paz nada apropiada al lugar ni a su historia. La arquitectura geométrica habitual de las Cícladas adopta en este paisaje maltratado una significación nueva, difícil de explicar; es la irrupción de un secreto conducto de vida en un escenario terrorífico. La blancura de estas formas parece todavía más milagrosa cuando, al fondo, descubrimos la ebullición permamente de las aguas que cubren el volcán. No digamos el alivio que supone, en la parte oriental de Thera, la aparición de fértiles plantíos iluminados con el fulgor de una primavera absoluta. Sólo así comprendemos que aquellas pinturas, pregoneras de una vida consagrada al placer, pudieron responder a la realidad.



Terenci Moix
"La Revista" (septiembre, 1996)